Conocí a Jesús como mi Salvador a los nueve años. Mi abuela fue el instrumento que Dios usó para guiarme a los pies de Cristo. Un día, ella me explicó que había dos caminos: el cielo y el infierno, y que Dios en su amor infinito había enviado a su hijo al mundo para ofrecerme vida eterna (Juan 3:16). También existe un enemigo me dijo, y agregó diciendo, “pero Cristo vino para darte vida abundante” (Juan 10:10).
Mi abuela abrió su Biblia y me explicó lo que era estar sin Cristo (Romanos 3:23), y que el fin del pecado es muerte (Romanos 6:23). También me explicó el significado de la dádiva de Dios (Romanos 6:23), y que esa dádiva era un regalo gratuito si yo deseaba aceptar. Me dijo que, una vez aceptado ese regalo, Jesús haría la diferencia en mi vida. Ese día le dije a Jesús: “Señor Jesús, ven a mi corazón, perdona mis pecados. Yo te invito para que seas el dueño absoluto de mi vida.” Después de hacer la oración de salvación, me dio la Biblia para que leyera el pasaje que dice: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12). La decisión que hice ese día cambió mi vida por completo. Desde entonces le amo y le sirvo, y a través de los años me he dado cuenta que no hay vida mejor que la que Dios ofrece. Estoy convencida que no hay nada que el hombre o la mujer pueda hacer para obtener vida eterna; la vida eterna se encuentra únicamente en Jesucristo.
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